Sara Báez Vásquez
¿Qué es lo primero que notas cuando entras a una habitación? ¿El desorden? ¿La iluminación? ¿El olor? Las pistas de la historia de cada cuarto recorren las paredes, se esconden bajo las capas de pintura, y se respiran en su polvo, polvo donde los sueños de muchos han quedado escondidos. Aun así, no importa cuánto busques, nunca podrás adivinar todas sus transformaciones, todos sus cambios, todas las formas con que su reflejo se vio ante sus inquilinos, porque cuando ves una habitación que no es tuya, adivinar todas las deformidades que tuvo a través del tiempo, es imposible…
El primer día del encierro, esa habitación en cuyas paredes me había resguardado tan solo para dormir, la sentí extraña a mis ojos, no de forma negativa, solo de forma nueva. Su espacio se extendía hacia mí, prometiendo tiempo para crear, la luz entraba a través de sus ventanas curioseando las esquinas. Se sentía grande, ligera, limpia.
La música acompañaba mis días, mientras me resguardaba de la tristeza del exterior en esta nueva burbuja de paredes blancas. Me sentía libre, en un éxtasis mentiroso de la soledad, creando, manchado todo de pintura, al ritmo de esa melodía embriagadora.
Pero, repentinamente, la música paró, el silencio empezó, arruinando mis días con sus fuertes llantos, las manchas de pintura se volvieron grises, giraban amenazantes ante mis ojos. Las paredes se empezaron a achicar, lentamente crujían hacia mí, me envolvían.
Quería hacerme desaparecer, apagar todo; mis pensamientos, los susurros del viento, y mis recuerdos que me mostraban una época afuera de la habitación, una época que ya no vería.
Así, poco a poco, mi tamaño empezó a reducirse, empecé a ser chiquita, chiquita, chiquita. Y ahora, las paredes se alejaban, recorrían kilómetros alejándose de mí. Era como si la habitación hubiera inhalado, aguantando la respiración, y el peso de ese espacio vacío tan gigantesco me envolvía.
Continuará el próximo lunes…
