Mónica Ortiz Sampablo
Las dos se hicieron una. Cuando por desgracias de la vida la niña quedó huérfana, la mujer mayor tuvo que ayudarla a vivir y a crecer. Abrían los ojos a la misma hora, a la misma hora los cerraban; eso solo lo sabían abuela y nieta.
Fue doña Eulalia, la abuela, quien le abrió la ventana de los sueños, quien la llevó a un mundo paralelo del que Luna, la nieta, no podía salir. Trabajaban juntas todo el día; por las tardes, la vieja le contaba historias; la niña no sabía más allá de los mundos y personajes de éstas; a ratos sentía temor, mientras la trama avanzaba, pues en más de una ocasión, al calor del clímax de los relatos, la cara de la anciana se transfiguraba y la ternura de su mirada se tornaba totalmente desconocida para la pequeña. Cierto día, Luna decidió algo que rompería la armoniosa relación que por años se había mantenido inalterable.
Aquella noche, antes de dormir, tomaron el acostumbrado café con tortilla quemada; la hoguera aún chirriaba las últimas ramas secas, un bostezo al unísono indicaba la hora de acomodar el cuerpo en el petate. La niña, con gran esfuerzo, hacía como que dormía, manteniéndose en un estado de insomnio forzado, cuando escuchó la rasposa voz de la anciana:
-Chamaca, ya duérmete ¿por qué todavía no te duermes?, deja de moverte tanto.
-Sí, abuela, es que me anda del baño y no me puedo dormir.
-Anda, ve a hacer, te espero.
La niña salió y miró la luna en una especie de complicidad, sonrió y volvió a acostarse, no sin antes constatar que su abuela tenía los ojos cerrados, la tanteó:
-Abuela, abuela, ¿ya te agarró el sueño?
-Ya- contestó doña Eulalia.
Luna se quedó quieta, se encogió todo lo que pudo y se durmió.
Amanecieron una frente a otra. Con el canto del gallo abrieron los ojos, los de la abuela ya cubiertos por nubes que apenas le permitían guiarse en sus faenas diarias, los de la niña cada vez más vivaces, hermosos; en ellos más que en su cuerpo se notaban los cambios puberales.
Continuará el próximo miércoles.
