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Denario: Carmen y yo

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Foto(s): Cortesía
Redacción

Sebastiana Gómez

La casualidad nos hizo encontrarnos a Carmen y a mí en las oficinas del supervisor escolar en Niltepec, Oaxaca, donde nos citaron para decirnos que la Secretaría de Educación Pública había lanzado una convocatoria para las personas que quisieran solicitar una plaza de maestro, con el compromiso de estudiar la Normal abierta. Yo trabajaba en la escuela de mi pueblo sustituyendo ocasionalmente a algún maestro. El entonces director de la escuela me recomendó con el supervisor, quien nos dijo que teníamos que llevar nuestros documentos a las oficinas de la SEP en Oaxaca.

A pesar de ser diferentes, Carmen y yo hicimos una buena amistad. Ella era muy risueña, en cambio yo soy muy seria; alguna vez me dijo que siempre me veía enojada. Al terminar aquella entrevista fuimos a buscar la documentación que llevaríamos a Oaxaca. Desde entonces acordamos que, como yo vivía en Chahuites y ella en Juchitán, pasaría por ella y allí abordaríamos el autobús. Así lo hicimos, llegué a su casa y ahí me presentó a su mamá y a sus dos hermanos pequeños. La señora me recomendó mucho a su hija y me pidió que todas las veces que fuéramos a Oaxaca pasara por ella.

La primera vez, llevamos nuestros papeles; un mes después nos avisaron que ya estaban dando las órdenes. Llegamos a la SEP y nada, sólo nos dijeron “vuelvan en 15 días”. Yo le pedía a mi papá para mis pasajes. La segunda vez que fuimos sucedió lo mismo. Para la tercera ocasión, mi padre me dijo:  “Es la última vez que te doy dinero. Si no sale nada, ya no voy a poder darte más”. Algo parecido sucedió con Carmen y su mamá.

Apenas bajamos del autobús caminamos a la oficina de la SEP. Llegamos y esperamos nuestro turno. Nos dijeron que no estábamos en la lista, que fuéramos al día siguiente. Salimos de ahí y caminamos al zócalo para decidir qué hacer. Yo le propuse que esa noche nos quedáramos a dormir en el ADO. Se quedó callada; luego de un rato, comentó que tenía un tío que alquilaba cuartos por el panteón, pero que vivía en México, que a lo mejor venía en estos días a cobrar la renta de sus cuartos. “Podemos ir”, me dijo; “pero también corremos el riesgo de no encontrarlo”. Ya para irnos, vi que estaba llorando y le pregunté qué tenía. Me dijo que le dolía la cabeza y el estómago, entonces me di cuenta que eran las tres de la tarde y no habíamos comido nada, pero tampoco teníamos para comprar. Mi amiga ya ni podía pararse. Me quedaban solo 40 centavos extras; con eso compré, en la Alameda de León, unos plátanos dominicos para que ella comiera y nos pudiéramos ir a buscar a su tío.

Tuvimos suerte. El señor sí estaba y nos abrió su casa amablemente. Nos preguntó si ya habíamos comido y sin pensarlo dijimos que sí. De todas formas nos ofreció una papaya grande que puso en la mesa. Entre las dos nos comimos casi media papaya. Luego nos propuso ir al cine y dijo que a la salida llegaba una señora a vender tamales y atole muy ricos. Así que fuimos al cine y a cenar, luego llegamos a la casa a dormir. Nos despertó un rico aroma de chocolate y pan que el tío ya tenía en la mesa para que desayunáramos, en lo que estaba el almuerzo. Ya para salir a las oficinas de la SEP, el tío nos dijo que almorzarámos, que su hija ya había llegado con el caldo de guajolote y las tlayudas. Agradecimos el almuerzo y salimos a buscar nuestra orden de comisión que, por suerte, sí salió esta vez. Regresamos a la casa para que Carmen se despidiera de su tío, a quien nunca más volvió a ver.

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