Mónica Ortiz Sampablo
Brenda acunaba en brazos a su niño, se lo pegaba con insistencia al pecho, el recién nacido no dejaba de llorar, la mujer no se explicaba cómo podía ser, si prácticamente desde su nacimiento lo mantenía en el seno. Amamantarlo fue un deseo que sostuvo a partir de que el niño se movía en sus entrañas y ella miraba su cuerpo florecer, soñaba con el bebé succionando su leche. Pero esa madrugada no era así, ni bien dejaba al niño en la cama con la ilusión de verlo dormido, un nuevo episodio de llanto brotaba con más fuerza. Su hijo tenía hambre.
Ella siempre tuvo senos pequeños, desde muy niña había practicado gimnasia y a diferencia de su madre, hermanas y toda la parentela, nunca pasó de usar corpiño. Tampoco fue algo que le preocupara, al menos no hasta que llegó la adolescencia y con ella la tortura de verse tan plana como una tabla frente al espejo. Recordaba el ridículo que, vivido en una fiesta, cuando por consejo de su “mejor amiga” se puso un brasier con calcetas como relleno; después de tal desastre tuvo que soportar las burlas de todo el salón, hasta que salió de la secundaria.
En su juventud aceptó su anatomía; “no se puede tener todo en la vida”, pensaba cuando recibía cumplidos por sus piernas fuertes y bien torneadas. Sin embargo, el no contar con un desarrollo en esa parte de su cuerpo la siguió como si se tratara de una maldición; no le importaba lo referente a lucir vestidos escotados, se obsesionó con pensar que debido al tamaño de sus senos, nunca podría ser madre.
Greta, una de sus amigas, acababa de tener una nena y fue a visitarla, la escena le llenó de ternura, pero también de preocupación, hablaban de todo lo referente a la maternidad, si el bebé dormía bien, si usaba pañales desechables o de tela, de lo importante que era darle baños de sol, del momento del baño, de las visitas al pediatra y llegaron al momento clave: la lactancia.
Continuará el próximo miércoles…
