Por Mónica Ortiz Sampablo
Greta amamantaba sin problemas. Llamaron la atención de Brenda los círculos pronunciados en la blusa de su amiga, quien se ufanaba de la cantidad de leche que brotaba para su hijo. No dijo nada, pero llegó a su casa pensando en cómo le haría cuando llegara su momento, algo que añoraba. Todavía pasaron algunos años para que sintiera el regocijo de la maternidad. Vio cómo la panza le crecía y con ello también festejaba el milagro que estaba ocurriendo; unos días antes del parto tocaron a su puerta, era su abuela, quien llevaba un morral con hierbas y semillas. Le preparó un atole y le dio instrucciones para que se lo pudiera hacer ella misma, todo con la intención de tener bastante leche para la criatura; así le dijo la abuelita, y antes de irse le dio la bendición.
El pequeño Leonardo tomó el calostro al nacer y al menos los dos primeros días no lloró, durmió muy tranquilo y hasta esbozó una sonrisa; madre e hijo fueron dados de alta y se marcharon a casa.
La sal de su llanto le caía por en medio del pecho, y se unía a las lágrimas de su pequeño; ahora ella también tenía hambre y la frustración de no poder amamantar a su niño le inundaba los ojos. Pensó que, de quedarse presa de ese sentimiento, ambos morirían; la imagen dantesca de la momificación de una madre con su hijo le impulsó a salir del trance.
Nuevamente en el hospital recibió la atención de una enfermera cuya voz estentórea contrastaba con las amorosas indicaciones que le daba y de las que la joven madre no tenía la menor idea. Siguió cada una al pie de la letra.
Cuando llegaron a su casa, sintió un calor que les abrazó; su familia estaba esperándola, como si se tratara de una gran celebración. Fue en el momento en que Brenda despegó al pequeño Leonardo de su regazo para dárselo a cargar a su abuela, cuando sintió una cálida humedad bajo su blusa.
