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Estampas para mis nietos: pregoneros

Burro cargando cosas
Foto(s): Cortesía
Alejandra López Martínez

Conchita Ramírez de Aguilar

El portón de nuestra casa se abre todos los días a las siete de la mañana, cuando mi nana concluye su danza con la escoba,  las hojas y las flores, dejando el zaguán limpio y oloroso a tierra húmeda. Después de haber regado con mucho cuidado las conchas, con sus grandes hojas verdes y flores rojas, las pone a descansar sobre bancos alineados junto a la pared. Como si esto fuera un conjuro, empiezan a escucharse los pregones de los vendedores que ofrecen diariamente una gran variedad de productos.

A casa llega primero don José, hombre de baja estatura, bigote espeso y ojos muy expresivos. Amarrados a cada lado de su burro, hay unos botes lecheros muy grandes. De ahí extrae la leche que vierte con gran destreza sobre nuestra olla, alzando su medida lo más alto posible, para que al caer deje una cubierta de espuma. Me admira que al hacer esto no derrame una sola gota. Cuando termina, amablemente se despide para continuar con sus entregos.

Al mediodía escuchamos llegar a Asunción, la tortillera de largas trenzas adornadas con listones de colores y un gran tenate, que amarra a la espalda con su rebozo. Todos los días viene caminando desde el pueblo de Sn Felipe del Agua. Saluda, coloca el tenate en el piso y se hinca en el patio para retirar las servilletas que cubren las tortillas. Al despacharlas, el aroma que esparcen me hace salivar. Como es un entrego diario, ya sabe cuántas tortillas me da y las envuelvo inmediatamente en la servilleta bordada con flores de colores  Cuando termina, cubre las tortillas, envuelve el tenate en el rebozo, lo coloca sobre la espalda y con una gran sonrisa se despide, saliendo presurosa, corriendo con pasitos cortos.       

Doña Mariquita, una persona mayor, que vive sola y se sostiene con la venta de dulces oaxaqueños, llega a casa poco antes de la comida. Sobre la mesa coloca la charola en la que se extienden: turrones, tortitas de coco, guayabates, garbanzos en miel, arroz con leche, mamones y mucho más, todos elaborados por ella misma. Escogemos el que más nos gusta para el postre y se despide muy agradecida.

En la tarde, se escucha el sonido del triángulo que anuncia la llegada de Ismael, el señor que vende los barquillitos. Al oírlo, salimos corriendo para esperarlo en el zaguán, donde coloca su cubeta con una tapadera, que tiene pintados números del uno al 12 y una flecha que, al girarla y detenerse, nos indica cuántos barquillitos ganamos. Así que por diez centavos, podemos comer uno o 12, según nuestra suerte. Algunas veces mis hermanos echan “volados” con Ismael y si ganan, giran la flecha sin pagar.

Por la noche se anuncia Imelda, con sus gelatinas de varios sabores que están colocadas sobre papel encerado, cortado en pequeños círculos que reposan sobre una gran charola.

Cuando ya todos han desfilado por el zaguán dejando sus aromas impregnados en él, mi nana cierra el portón -siempre a las ocho de la noche- y mientras regresa caminando lentamente, se le oye decir:

 -¡A descansar! Mañana será otro día.

 

“Como si esto fuera un conjuro, empiezan a escucharse los pregones de los vendedores que ofrecen diariamente una gran variedad de productos”.

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