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Denarios: Estampas para mis nietos: leer, imaginar, soñar

Foto(s): Cortesía
Aleyda Ríos

Conchita Ramírez de Aguilar

Cuquita es una señorita tal vez de cinco décadas, bajita, tez morena, cabello canoso -en ocasiones, recogido detrás de la nuca-; de trato amable y cariñoso. Vive con su hermano en una gran casa de estilo colonial en el centro de la ciudad, que posee, como todas las casonas antiguas, varias habitaciones con muros de adobe muy anchos, techos altos, balcones que dan a la calle, corredores adornados con macetas grandes sembradas de conchas y geranios y, por supuesto, una fuente al centro que proporciona frescura y tranquilidad.

Cuquita ha dedicado la mayor parte de su vida a la enseñanza del Silabario. Para ello convirtió parte de su casa en una escuelita -así le llamamos nosotros-. Muchos niños y niñas han conocido aquí la magia de las letras, para enseguida aprender a leer y a escribir. La mayoría de sus alumnos, al salir de aquí, son inscritos directamente en el segundo grado de primaria.

Ahora, con mis cinco años, estoy lista para mi primer día de clases, mamá me acompaña para entregar la silla que utilizaré, ya que cada niño debe traerla de casa y recogerla al terminar el ciclo. Cuando mamá se ha ido, Cuquita me toma de la mano para presentarme a los demás niños; tímidamente los saludo y ella me indica dónde debo colocar mi silla, ya que las niñas están separadas de los niños.

Poco a poco empiezo a conocer las vocales y consonantes para formar sílabas con ellas: “ba, be, bi”, después palabras pequeñas: “ga-to, lu-na”, así, las letras que veo y repito en el Silabario, empiezan a tomar forma y sentido para mí cuando empiezo a leer de corrido. La emoción es grande y me esmero para leer más y mejor, imaginando que al lograrlo podré pedirles a mis hermanos los libros tan bonitos que llevan a su escuela y a mi papá alguno de los que tiene en su despacho.

Por fin, después de casi un año, leo, escribo y hago pequeñas operaciones aritméticas, por lo tanto, estoy lista para la Enflorada de mi Silabario y la despedida de mi escuelita. Mis padres escogen a mi Madrina que me entrega, al iniciar la ceremonia, una charola con mi silabario colocado en el centro y rodeado de flores, indicando con ello que ya lo he terminado. Cuando lo recibo paseo con él por los corredores, enseguida entramos al comedor para partir el pastel y recibir los obsequios de mis compañeros: lápices, cuadernos, borradores, calcetas. Cada uno de ellos me abraza al tiempo que entrega el regalo; es muy emocionante y triste a la vez, porque quizá con alguno de ellos ya no coincidiré en la escuela primaria.

La ceremonia termina, me despido de los amigos y ahora con gran tristeza lo hago de Cuquita, la maestra que con tanto cariño, disciplina y energía me enseñó, además de leer y escribir, a convivir y respetar a todos y a todo. Me abraza y dulcemente me dice:

—¡Felicidades!, te recordaré siempre —.

Estoy ansiosa de llegar a casa y pedirles a mis hermanos me presten el libro de portada colorida en la que ahora puedo leer: “Corazón: Diario de un niño”.


 

 

 

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