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EL LECTOR FURTIVO: Notas sobre el eclipse

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Foto(s): Cortesía
Redacción

Rafael Alfonso

 

Para Martha y  José Antonio

Antes del gran eclipse de México, 1991, mis nociones acerca de este tipo de eventos astronómicos eran vagas. Sabía, por ejemplo, que los mayas habían calculado las fechas de todos los eclipses solares hasta el año 2012; no tanto por lecturas enciclopédicas o por haber visto documentales, sino por el cuento de Augusto Monterroso titulado precisamente "El eclipse". En él, un fraile condenado al sacrificio por mayas guatemaltecos los amenaza con oscurecer el sol, sabedor de que aquella tarde se llevaría a cabo un eclipse, despropósito semejante a querer leerle la mano a los gitanos.

En mis clases de secundaria leí "El clis de sol", cuento del costumbrista costarricense Manuel González Zeledón, entre cuyas virtudes narrativas —hoy en desuso— se cuenta el reproducir de manera “fidedigna”, el habla popular.

En "El clis de sol", un campesino “acholao” es padre de un par de gemelitas rubias, a las cuales considera una bendición, porque, tan chulas, son objeto de devoción de toda la comunidad. Todos las quieren y les dan sus “cincos”. Si son rubias, es precisamente por el influjo de un eclipse —parecido al que habrá de acontecer el día de mañana—, como  le explicó el italiano que construyó el campanario de la iglesia. Así que ¡aguas!, no les vaya a suceder.

También recuerdo una crónica que Carlos Monsiváis hizo del eclipse de 1970, desde Miahuatlán, Oaxaca, que para tal ocasión se convirtió en la Meca de la astronomía mundial —hasta en eso tenemos suerte los oaxaqueños—. Según esta crónica, Miahuatlán se llenó de astrónomos con telescopio y de hippies seguidores de Mescalito y "Las enseñanzas de Don Juan". Así, rugieron las motocicletas y las guitarras, y después de cierta hora, al calor de las fogatas dejaron de escucharse los rocanroles para dar paso a los boleros de Álvaro Carrillo.

El Gran Eclipse de México (1991) fue promocionado por todo lo alto, casi como un logro del gobierno. Día y noche se lanzaron mensajes radiofónicos y televisivos para indicar la forma segura de verlo. Se mandaron a fabricar miles (quizá millones) de gafas especiales para observar el eclipse y el país entero se llenó de algarabía en una suerte de fiesta nacional.

En aquella ocasión, el valle de Oaxaca sería el punto idóneo para observar el fenómeno astronómico, pero también el planetario y la televisión ofrecerían transmisiones en vivo, más seguras sin duda pero más aburridas. Mis amigos del bachillerato y yo decidimos verlo en el pueblo de nuestro compañero Gerardo. La indicación rigurosa era “no ver directamente al sol”, misma que, supongo, debe seguirse en cualquier circunstancia. 

San Jerónimo Yahuiche, 1991 

Subíamos una pequeña cuesta cuando en el suelo vimos sombras que se desplazaban junto a nosotros como si se trataran de  miles de olas. Al llegar a un árbol vimos también en el suelo las medias lunas que ya nos habían advertido se proyectarían a través de las hojas. El cielo se oscureció de forma paulatina con escándalo de perros y aves. Al llegar la oscuridad total, los gallos cantaron.

Mientras miraba a través de las gafas especiales que aún conservo, pensé cuán imponente era la naturaleza y que nunca olvidaría el eclipse que viví acompañado por mis amigos, dos de los cuales se fueron prematuramente y ya no pueden recordarlo conmigo.

 

“Miahuatlán se llenó de astrónomos con telescopio y de hippies seguidores de 'Las enseñanzas de Don Juan'”.

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