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Para despertar: Antes de los lattes, el café

Café
Foto(s): Cortesía
Agencia Reforma

CIUDAD DE MÉXICO.- Hoy en día, el café es el segundo producto básico más comercializado del mundo después del petróleo. Su influencia es tal que 125 millones de personas dependen de él para vivir. 

Sin embargo, fuera de algunos países europeos, la creación de una cultura de café de calidad para las masas es relativamente reciente y nació, curiosamente, en un sitio donde el único café que se bebía era el requemado. 

Por décadas, Estados Unidos consumió cafeína de latas o botellas, ya fuera porque en las casas se compraba café enlatado o refrescos de cola. 

Tan bajo era el consumo de café de calidad que, a finales de la década de los 80, no había más de 590 cafés en todo el país. 

Hoy ese número es de 34 mil. Pero algo pasó en la década de los 70 que no sólo popularizó el consumo de café entre la población estadounidense, sino en el mundo entero. 

 

Las cifras apuntan a un culpable claro: Starbucks. Con más de 15 mil 800 expendios en EU y 37 mil 711 más en todo el mundo, Starbucks transformó literalmente la forma en la que la gente consume y vive en torno del café. 

Cada semana 60 millones de personas van a un Starbucks a trabajar, convivir y, sobre todo, a degustar algunos de sus productos. 

Como elocuentemente lo puso Orin Smith, un ex CEO de la compañía: "Nosotros cambiamos la forma en la que la gente se levanta y vive sus vidas, lo que hacen en las mañanas y dónde se reúnen con otras personas". 

Pero antes de la popularización de los lattes y los frapucchinos, Starbucks era otra cosa:  era un expendio de café comprometido a tostar granos de excelente calidad. De ese inicio en Seattle es justamente de lo que me reuní a hablar con Jerry Baldwin, uno de los tres fundadores de Starbucks. 

La cátedra

Eran las 10 am cuando Baldwin llegó a mi casa. Venía a hablar de café, muy a su pesar. Por meses le había pedido una entrevista; sin embargo, un hombre tan curioso quería hablar de otras cosas. Baldwin sabe de todo: de agricultura y de política, de ciencia y de arte.  

Para la ocasión, yo tenía granos oaxaqueños. Le ofrecí una taza, pero debo confesar que le pedí que él se la preparara. Jerry soltó una carcajada: "¿no me la vas a hacer tú?". La pregunta era retórica, los dos sabíamos que Jerry Baldwin sólo disfrutaba un café bien hecho y mis habilidades eran escasas. 

Con ojo clínico observó mis instrumentos y olió los granos. Intrigado, los metió al pequeño molino casero que tengo, me hizo un comentario aprobatorio sobre la calidad del molino. Tomó el tamper, la suerte de pesa que utilizan los baristas para presionar el café dentro del filtro, y manipuló mi máquina como si conociera el modelo. 

Oí cómo el bóiler se encendía y con perfección quirúrgica Baldwin sacó el café con una capa homogénea de crema, como le llaman los italianos a la espuma del espresso.

"He notado que te gustan los cafés con crema", fue lo primero que me dijo. 

"Siempre que veo espuma pienso que el café debe ser bueno", le respondí. 

"No necesariamente, hay cafés malos que tienen crema, aunque claro, la espuma es un indicador de que había suficiente presión cuando el agua se coló. Ahora bien, siempre hay modas, y ahorita está muy de moda que el café tenga espuma". 

Con ese comentario, la cátedra había comenzado. 

Bebió un trago y de inmediato supo que el café era mexicano. 

Nos sentamos y le pregunté cómo había empezado todo, ¿quién era Jerry Baldwin antes del café.

"Crecí en San Francisco e intenté ir a la universidad a estudiar letras y algo de contabilidad, apenas un semestre", me dijo Baldwin, y después con una carcajada recordó: "Sin embargo, era obvio que yo no tenía nada que hacer en la universidad, era muy mal estudiante. Descubrí muy rápido que prefería trabajar que ir a la escuela. Mis papás no tenían dinero, así que busqué empleo. Me contrataron en IBM, en una época donde las computadoras tenían tubos y cables por todos lados, eran enormes".

"¿Ya tomabas café entonces?" 

"¡Qué va!", me dijo. "Desde la posguerra, en Estados Unidos el café se había convertido en un producto estandarizado. Había un puñado de empresas que vendían esta bebida -Folgers, Maxwell House, Hill Brothers-. En su mayoría, estas empresas no utilizaban coffea arabica, sino coffea robusta. Esta última planta produce más granos y necesita menos cuidado. Los tostaban en enormes cantidades con la meta de que el sabor fuera consistente, pero no sabroso. Eran los años en que la producción en línea había invadido las casas en Estados Unidos, había cenas de microondas, sopas enlatadas. 

El método de hacer café de aquel entonces, las percoladoras, facilitaba que los grandes conglomerados distribuyeran café de pésima calidad sin quejas. Eran unas cafeteras que hervían el café de manera constante para terminarlo de arruinar. El sabor era terrible". 

En ese contexto, no era difícil imaginar que el mercado estuviera listo para un cambio. Pero la preocupación de Baldwin en ese entonces estaba muy lejos de las variedades del café. Más bien se concentraba en evitar el servicio militar, después de todo, esos eran los años de la guerra de Vietnam. 

Dejó su trabajo en IBM y se metió de maestro de gramática para evitar el famoso draft.

"Cuando mi contrato terminó, me fui un mes a Hawaii y, de ahí, la idea era ir a Alaska, a uno de esos barcos pesqueros donde te pagan tanto por tres meses de trabajo que el resto del año me lo iba a tomar libre. Pero se me terminó el dinero y sólo llegué a Seattle".

Ahí, en Seattle, vivía su compañero de cuarto de la universidad, Gordon Bowker, quien sería otro de los fundadores de Starbucks. Cuando Baldwin habla de Bowker es fácil sentir el afecto que se tienen. "Hasta la fecha Gordon es mi mejor amigo", me dijo. 

"Él tiene la capacidad de entender a la perfección lo que pienso. Con él y con Zev Siegel, el otro fundador de Starbucks, inicié mi primera empresa".

"¿Starbucks?"

"No. A nosotros nos gustaba comer y oír música. El padre de Zev era el concertino de la sinfónica de Seattle. Yo acababa de casarme y de tener un hijo, así que para ganar dinero trabajaba en una escuela de música. Todo indicaba que nuestro primer negocio sería algo relacionado con la música clásica". 

"¿Funcionó?"

Se ríe antes de darle otro trago a su café y concluye: "Obviamente no, los negocios y la música clásica no se llevan. Pero algo que descubrimos fue que en esos años la gente comenzaba a viajar más, a ir a Europa en avión. Hay que recordar que en esa época existía todavía una fascinación con la moda y el estilo de vida europeo. Así que de la nada se nos ocurrió abrir un expendio de café".

"Empezamos con una tienda. Y, por suerte, los tres amigos teníamos habilidades complementarias. Zev era un gran investigador. Él fue el encargado de ir a Berkeley, California, a identificar un tostador de café que nos podría vender granos, Alfred Peet. Él fue quien observó que la nación más rica del planeta bebía el peor café del mundo".  

Alfred Peet

La historia de Peet, como la de Baldwin, se inserta dentro del movimiento de contracultura que transformaría los hábitos alimenticios de Estados Unidos. Peet era holandés, hijo de un tostador de granos de café. 

En 1966, en Berkley California, abrió Peet's Coffee, un expendio que buscaba brindarle buen café a una población cuyo consumo de cafeína dependía más de los refrescos que de esta bebida color castaño. El sitio no fue coincidencia. 

Esos eran los años en que la universidad de Berkeley era el epicentro del movimiento hippie. En las calles aledañas al campus había restaurantes de la India, de Etiopía, clases de yoga. Se respiraba un interés por cosas nuevas y "exóticas".

Gracias al aroma que emanaba de su expendio, Peet's se convirtió en un café de culto. Las filas le daban la vuelta a la manzana y ahí llegó Zev Siegel a visitar a Alfred Peet para que le vendiera granos. 

"De Peet aprendimos muchísimo" me dijo Baldwin "estuvo dispuesto a vendernos granos, pero sólo si hacíamos estadías en su expendio para conocer a fondo el oficio. Peet le tenía demasiado respeto al café para vender porquerías".  

El canto de la sirena

El fundador de Starbucks tomó otro sorbo de café y puntualizó sobre los inicios de Starbucks: "Gordon era el señor mercadotecnia. Tenía un despacho y trabajaba con un diseñador gráfico, Terry Heckler, ellos dos fueron quienes crearon el logo de Starbucks".

"¿La sirena?"

"Sí, la sirena que con los años fue cambiando. En un inicio, la sirena enseñaba los pechos y el ombligo. Poco a poco fue estilizándose hasta que hoy ya no enseña nada. Pero la chispa que cambió todo fue que, a mediados de los años setenta, a Terry se le ocurrió poner el logo de Starbucks en la parte inferior de los esquíes. 

Esto ayudó a que, durante las competencias invernales, cuando las cámaras grababan a los esquiadores a punto de iniciar su competencia, también mostraban los esquíes con nuestro logo. Recibimos una cantidad increíble de publicidad gratis".

"Así que Zev era el investigador, Gordon el encargado de la mercadotecnia, ¿y tú? ¿cuál era tu responsabilidad?", le pregunté.

"Supongo que con el semestre de contabilidad que había tomado en la universidad me convertí en el de los números, y no fue difícil ¡los otros dos no sabían ni restar!", y se vuelve a reír a carcajadas. 

"No teníamos dinero, pedimos prestado. Las cosas eran distintas entonces. Un amigo del cuñado de Zev le llamó a un banquero para que nos dieran un préstamo. Ojalá hubiera guardado la presentación que le llevé porque mi ignorancia era enorme. Por ejemplo, no sabía lo que era una hoja de balance o el costo marginal. Me metí a la universidad de Washington a aprender".

Los tres amigos no iban en busca del canto de las sirenas, aunque su logo parecía indicarlo. 

El nombre, de hecho, fue lo que le dio pie al logo. Los tres querían algo que sonara como el resultado de una travesía y qué mejor que Starbuck, uno de los personajes de la novela de Herman Melville, Moby Dick. Para hacer más fácil la pronunciación del nombre le agregaron una ese al final.

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