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Miscelánea: El lenguaje único y las disidencias

Foto(s): Cortesía
Aleyda Ríos

Hoy se cumplen 25 años del Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en la ciudad de Zacatecas del 7 al 11 de abril de 1997.

Este primer Congreso se recuerda por, sobre toda otra razón, la ponencia de García Márquez, llamada "Botella al mar para el Dios de las palabras", que reproducimos en esta página.

A pesar de la pretensión de los organizadores de asegurar un ámbito académico, solemne y de asepsia política, en algunos Congresos se suscitaron posturas de libertad e independencia respecto a los reales amanuenses de la lengua.

Por ejemplo, al Tercer Congreso Internacional celebrado en Rosario, Argentina, la entonces senadora de la Nación y presidenta honoraria del Congreso, Cristina Fernández de Kirchner, al clausurar la reunión, rescató el concepto de soberanía lingüística; afirmó que “vivimos en una sociedad multilingüe y multicultural”, y enfrentó "a los que creen en una lengua única, en un lenguaje único, en un pensamiento único para el mundo''.

En el VIII Congreso, celebrado en la ciudad de Córdoba, Argentina, en marzo de 2019, 250 ponentes de 32 países sostuvieron que la lengua común es el “español”, concepto reafirmado por el nombre oficial del Congreso.

Sin embargo, Mempo Giardinelli, escritor y periodista argentino que permaneció exiliado muchos años en México, sostuvo: “La nuestra es la lengua de Cervantes, es un lugar común universal. Pero nosotros los americanos podemos decir que no es solamente la de Cervantes. Porque es también la lengua de Sor Juana y de Sarmiento, la de Borges y Cortázar, y la de Neruda, García Márquez y Juan Rulfo que escriben en castellano. Por supuesto que doy por descontado que han reparado ustedes en que no digo español sino castellano”.

Aprovechó la tribuna, el arcaico conservador Mario Vargas Llosa, que también prefiere “al idioma español”, para hacer una apasionada defensa y justificación de la conquista de México por su reino (merced a un regalo de los Borbones, ahora es Marqués de ese Estado).

Y entre Borbones te veas, el ahora coronado Felipe, le cambió el nombre a Borges y lo rebautizó como “vuestro José Luis”.

Hoy, a 25 años de haberse pronunciado, y ante los imparables cambios del idioma español, el memorable discurso de Gabriel García Márquez tiene más sentido y no parece agresivo ni regresivo, como lo percibió la Real Academia de la Lengua Española, que “viaja en carroza mientras la lengua galopa”, de acuerdo a la escritora Luisa Valenzuela.

Botella al mar para el Dios de las palabras

Gabriel García Márquez

A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba, me salvó con un grito:” ¡Cuidado!”

El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: “¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?” Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.

Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.

La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga 54 significados, mientras en la República de Ecuador tienen 105 nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cerveza que sabe a beso?

Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?

Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis 12 años. (Archivo  del Instituto Cervantes).

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