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Las Voces

veladora
Foto(s): Cortesía
Redacción

—El viento, a veces tiene voz de hombre, otras de mujer o de niño, cuando es delgada. Cuando gime por las noches, es algo triste. Son las almas— afirma Felipa y se persigna.

—Oye —dice poniendo su dedo en la boca, indicando silencio. —Ese que habla es el difunto José. No se conforma con su muerte. Dejó sola a su madre, que ya era muy grande, casi cumplía ochenta años cuando él murió. ¡Cómo le lloraba tía Lupe! Era su único hijo. Vivían allá, junto al peñasco del higo. Se rodó desde lo más alto cuando estaba cuidando sus animales. Su vaca, La Mocha, lo enredó con el mismo lazo con el que la amarraba al higo para apacentarla. Pobre, lo fueron a sacar todo quebrado. Nomás su cara quedó buena. Ahí, en su caja, ni parecía que estaba muerto.

—Esa que habla ora, es mi tía Delfina, siempre viene a platicar con mi mamá, su hermana. A mí me da miedo, mira, ya le prendió su veladora, le va a rezar su rosario. Así es siempre, viene nomás pa’ que mi mamá le haga su rezo. Ella era muy de la iglesia, creo que hasta anduvo con el cura. Todos dicen que el Chimino es hijo del cura. Cuando le dicen eso, se pone bien muino mi primo Maximino. Mi tía lo dejó bien rico, fue su único hijo. Yo creo que viene a vigilarlo para que no venda sus tierras, esas que les dejó el abuelo. Ella siempre le decía: “Maximino, nunca vendas estas tierras. No quiero que mi papá venga un día que Dios le dé permiso, y encuentre gente extraña en su casa”.

—A Chimino también le da miedo que los muertos vengan y platiquen. Por eso, nunca falta una veladora encendida junto al retrato de mi tía. Todos los domingos, sin falta desde que murió su mamá, va al panteón a llevarle sus flores y su luz, dice que así ella estará tranquila y podrá ver que él no ha vendido la tierra. Se parece harto al cura Miguel, lotro día lo vi en el pueblo grande, a donde lo mandaron, ya está bien mayor el padrecito. Los dos tienen los ojos igualitos, biches y grandes, y todavía se enoja mi primo cuando alguien le dice que el cura es su papá.

—Esas que se oyen allá, más lejos, son las de los difuntitos Nazaria y el Hilario. Pobrecitos, ¡eran unos niños! Vivían en La Sirena, una ranchería cerca de la costa. Sus papás se fueron para allá, pues a buscar una mejor vida.

—Un lunes, tocaron las campanas de la iglesia aquí en el pueblo. Ya casi entraba la noche; mi mamá dijo: “¿Y ora, quién se murió?” No se sabía de alguien enfermo. En eso llegó corriendo mi hermano Salvador. “Traen a Chala y a su hermano Layo”, gritó desde medio patio, creo que a todos nos saltó fuerte el corazón. Se los había jalado el río, cuatro noches antes, cuando pegó el huracán. Ese río es muy grande y pasa a la orilla de La Sirena. Dicen que los encontraron muy cerca de la bocabarra, bien inflados los pobrecitos y llenitos de lodo. Vieras cómo lloraban sus papás, juraban que hubiera sido mejor no haberse ido del pueblo.

—Esas almas, son las que más vienen con el viento, porque murieron sin confesión, dice la gente. Yo digo, los grandes pasa, ¿pero los niños?... Ya se te hizo noche, nomás prendo un ocote y te acompaño.

Salimos al camino viejo. Ahí, el aire soplaba más fuerte, el ocote se apagó y las ramas de los encinos parecían alas de zopilote cuando quieren ganar altura. Aquel murmullo seguía escuchándose, ahora muy cerca de mis oídos. Mi piel se erizó imaginando que aquellas almas podrían tocarme.

"Un lunes, tocaron las campanas de la iglesia aquí en el pueblo. Ya casi entraba la noche; mi mamá dijo: ¿Y ora, quién se murió?”

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