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Las cartas de Kafka: realidad e irrealidad en los afectos

libro
Foto(s): Cortesía
Redacción

Mónica Ortiz Sampablo / Última de cinco partes

El personaje del padre aparece en escena; se aprecia enorme, con su espalda ancha, el traje pulcro, la mirada displicente, el mentón levantado; aunque no expresa una sola palabra, su presencia es avasallante, incluso violenta, e infunde miedo. De pronto, una luz cenital se vierte hacia otro personaje que escribe una interminable carta: es el hijo.

“Yo habría sido feliz de tenerte como amigo, como jefe, como tío, como abuelo, sí, incluso (si bien aquí ya vacilo más) como suegro. Pero justamente como padre has sido demasiado fuerte para mí […]”, expresa Franz en su texto "Carta al padre", mismo que ha sido revisado desde diversas ópticas. Resulta interesante su lectura, pues está atravesada por el “ser hijo”; por ese misterio que se cubre de niebla en los recovecos del alma, que es en sí mismo ambivalente, cargado de contradicciones.

Conozco a muchos hijos que escriben cartas melosas, rebosantes de agradecimiento a su padre; al leer la carta de Kafka (que a decir de Max Brod constaba de alrededor de 103 páginas) encontré una desnudez, la expresión neta del escritor al volcar recuerdos, sensaciones, imágenes, reproches; y también hallé al hijo que disculpa en cierto modo ese carácter del padre al culparse a sí mismo: “quizás hayas pasado por otras épocas en este aspecto, quizás hayas sido más alegre, antes de que tus hijos, sobre todo yo, te defraudaran y te agobiaran en casa (cuando llegaba gente extraña, eras distinto)”; en otro punto atribuye a la madre el ser un malcriado. Prevalece en él el recuerdo del niño que cierta noche, en su insistencia por querer agua, no paraba de llorar; la presencia de un padre que sin más lo sacó de la cama y lo llevó al balcón en medio del frío de la nada.

"(…) Dividí al mundo en tres partes: en una vivía yo, el esclavo, bajo leyes que habían sido inventadas solo para mí y que nunca podía cumplir en forma satisfactoria, sin saber por qué. Tú vivías en un segundo mundo, infinitamente lejos del mío, ocupado de gobernar, dar órdenes y disgustarte si no se cumplían. En el tercer mundo vivía el resto de la gente, feliz y sin órdenes que obedecer". Es este fragmento en el que considero se condensa lo esencial de un texto que puede leerse al gusto, de una sentada o por partes, regresar o adelantar, abandonar cuando se ha tenido suficiente para retomar la propia relación con el padre que nos ocupa.

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