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Estampas para mis nietos: El limonar

plantas
Foto(s): Cortesía
Aleyda Ríos

Conchita Ramírez de Aguilar

-Marchanta, enséñeme ese limonar.

-¿Éste?

-No, aquel, el pequeño.

En el letargo en que estoy por el calor, alcanzo a oír: “el pequeño” y me digo: “Ese soy yo”; despierto y con alegría siento que me levantan del suelo, para ofrecerme a la persona que lo pidió, una señora con una gran sonrisa. Ella me observa con atención mientras da vuelta a la lata en la que estoy sembrado. Se siente complacida conmigo y después de ponerse de acuerdo con el precio, saca de su pecho un monedero, paga, me abraza, me envuelve en su rebozo, y nos alejamos.

Mientras caminamos, recuerdo que hace apenas unas horas estaba, junto a otras plantas y flores, en la huerta de Inés, la señora que acaba de venderme. Es un terreno pequeño donde siembra rábanos, zanahorias, lechugas, epazote, perejil y demás hierbas aromáticas, que todos los días en una carretilla lleva al mercado a vender.

Inés, con 70 años de edad, de largas trenzas entretejidas con listones de colores, sonrisa fácil y piel morena, dejó su pueblo en la Sierra hace muchos años, para tener otras condiciones de vida. Ella compró con mucho esfuerzo y sacrificio, el terreno donde ahora vive, en una casa pequeña y sencilla, rodeada de otras huertas y terrenos de sembradío de personas que, como ella, se dedican al campo. No tiene familia, sin embargo -gracias a su carácter alegre y bonachón-, sus vecinos siempre están al tanto de ella para ayudarla en lo que necesite.

Todos los días muy temprano, Inés se levanta y sale a regar su huerta con el agua pura y cristalina que extrae de un pozo cercano a su casa. En su recorrido, limpia con mucho cuidado los surcos pequeños de sus hortalizas y las latas en las que ha sembrado: limonares, naranjales, geranios, y rosales que llevará al mercado. Mientras realiza su tarea, platica con nosotros y se disculpa porque en algún momento tendrá que abandonarnos para obtener  el sustento de cada día, ya que no tiene otros ingresos.

Después de desayunar, coloca sobre la carretilla las verduras, plantas y flores que ofrecerá. Sale de su casa muy contenta, despidiéndose de sus vecinos y acompañada siempre de Canelo, su fiel perro. Al regresar, por la tarde, cuenta sus monedas y agradece a Dios el haber obtenido lo necesario para comer.  Antes de dormir, recuerda con mucha nostalgia el pueblo del que salió hace muchos años y al que no ha podido volver, ni olvidar.

Con estas remembranzas, y mientras voy hacia lo desconocido, mirando por encima del rebozo que me cubre, me pregunto si el lugar donde me llevan estará lleno de tanto amor como el lugar en que yo estaba, si cuidarán de mí tanto como Inés. Algo me dice que sí, porque los brazos que me acogen se sienten cálidos y la energía que recibo está llena de paz.

De pronto, nos detenemos frente a un zaguán muy ancho, con un gran portón negro e intuyo que he llegado a mi nueva casa. Entramos, y de repente, no sé de dónde, una chiquilla sale corriendo, nos alcanza y con una gran sonrisa pregunta:

-Nana, nana, ¿qué traes ahí?

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