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El lector furtivo: La carta de Víctor Hugo (primera de dos partes)

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Foto(s): Cortesía
Luis Ángel Márquez

Rafael Alfonso

 

Es difícil no conmoverse ante la extraña figura de un príncipe europeo derrotado en México: vulnerable, a pesar de sus blasones, perdido en un país extraño; pero, sobre todo, mueve a la piedad la sensación de soledad y abandono que debió rodearle en la antesala de la muerte.

El 15 de mayo de 1967 ocurrió lo que ya se anticipaba, el ejército imperial mexicano sufrió, a manos de los republicanos, una derrota de la cual era imposible recuperarse, porque en ella fue hecho prisionero su líder. El imperio había terminado. Una vez restaurada la república, dio comienzo el juicio a Maximiliano de Habsburgo.

La carta de Víctor Hugo a Benito Juárez fue uno de varios esfuerzos por salvar la vida del depuesto emperador, caído para su desgracia, en manos de los “bárbaros” liberales mexicanos, aunque también se escucharon voces que exaltaban a México y al mismo Juárez como ejemplo de pundonor republicano y como defensor de las democracias.

El autor de "Los miserables", un convencido republicano, resume la situación de forma magistral: "Dos monarquías atacaron su democracia; una con un príncipe, otra con un ejército; el ejército llevó al príncipe". Aunque, al final de la jornada, el ejército terminó abandonando al príncipe en despoblado.

En México existe la sensación de que Maximiliano no era un mal tipo. Una revisión a sus acciones como gobernante, dado que era un príncipe progresista y liberal, nos brinda datos de lo más simpáticos; por ejemplo, que aprendió náhuatl para comunicarse con sus súbditos, que consideró necesario acotar el poder del clero en la administración pública y que, por la misma razón, invitó al mismísimo Juárez a participar en su gobierno. Todo apunta a que la mala decisión de emprender la aventura mexicana tendría que ver más con su debilidad de carácter. La emperatriz Carlota, su esposa, vio en la Corona de México la única posibilidad de gobernar, algo para lo que fue preparada toda su vida; y, por otro lado -como se diría vulgarmente- fue “chamaqueado” por Napoleón Tercero y los conservadores mexicanos que vieron en él, un instrumento para sus fines.

Pero lejos estuvieron la intervención francesa y el imperio de ser benévolos con sus opositores. Para inhibir cualquier tipo de resistencia republicana se endurecieron las leyes, con multas muy severas por simpatizar con los rebeldes –por ejemplo, al darles comida o simplemente al no denunciarlos cuando se dejaban ver-, y con pena de muerte para quien formara parte de grupos armados. Al amparo de estas leyes imperiales, muchos soldados republicanos fueron pasados por las armas al día siguiente de su juicio, si es que llegaron a tenerlo.

Víctor Hugo describe así la desigual lucha: "por un lado, un ejército, el más aguerrido de Europa […] teniendo como recursos todo el dinero de Francia, […] un ejército victorioso en África, en Crimea, en Italia, en China, fanático de su bandera, dueño de una gran cantidad de caballos, artillería y municiones formidables. Del otro lado, Juárez".

A pesar de reconocer la causa justa de Juárez y la república, el autor francés, quien en 1829 escribió "Último día de un condenado", también se conmueve por el destino del Emperador y dirige a Juárez una misiva solicitándole que perdone su vida, explicando en ella sus razones.

Continuará…

 

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