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Denarios: Un viernes de Nereida

danzon
Foto(s): Cortesía
Redacción

Petra

Miró con disimulo el sobre blanco que seguía sobre el tocador, la hoja doblada que contenía la oscura sentencia; “mortal a corto plazo” se asomaba apenas, como avergonzada. 

Sacó de la caja que estaba a un lado, un envoltorio de papel color marfil, provocándole una sonrisa y un suspiro al mismo tiempo. Era una falda amarilla, de gasa muy fina, con abertura del lado derecho y pliegues que le daban una caída semicircular; era tan suave que acarició con ella sus mejillas. “Que la disfrutes mucho, mami” decía una nota que venía dentro de la caja; se la enviaba su hija, que vivía en los Estados Unidos.

Hombres y mujeres, con galas coloridas platicaban y reían alrededor de la pista de baile cuando ella, con pasos de gata reina, vistiendo su falda color amarillo yema de huevo y un ajustado corsé negro, atravesó el salón. 

Vio su reloj, eran la seis de la tarde. Los candelabros de bronce tenían sus focos encendidos, eran enormes; las lámparas empotradas en la pared, también. La luz hacía brillar el rectángulo de mármol pulido, que parecía sonreír ansioso.

Cuando se escucharon los primeros acordes de “Teléfono a larga distancia”, un hombre joven de ojos claros la invitó a bailar. Bailaba danzón con maestría, notó complacida Nereida. Bailaron una pieza más y lo felicitó por su don de bailarín. 

—Soy maestro de danza; los ritmos de salón son mis preferidos- le contestó sonriendo. 

Ella se abanicó, también le sonrió moviendo la cabeza con aprobación y lo volvió a felicitar. 

Luego se dirigió al área de tocador con varias amigas. Sacó de su bolso un frasquito de vidrio de color oscuro y una pequeña botella de agua, tomó una píldora y la tragó con dos sorbos. Mirna, la señora encargada de mantener los baños limpios, la miró de reojo; negó con la cabeza, imperceptiblemente triste y siguió pasando una desgastada franela por la superficie de la barra de lavabos. Ella le dio una moneda y le apretó levemente el brazo. “Ánimo”, le dijo.  “Ahora tengo que tomar estos calmantes cada dos horas”. 

Todos los viernes se baila danzón en ese salón de la colonia Obrera, de la capital del país. Después de las ocho de la noche, bailó con Pedro “El Chino”, la tanda que tocó la orquesta de “Cayito López”. Él era un singular personaje que llegaba todos los viernes desde los confines de la ahora alcaldía Milpa Alta. Siempre bailaban una tanda juntos cada viernes de salón. El hombre vestía con garbo un coordinado negro, zapatos nuevos de charol, que parecían tablero de ajedrez, un sombrero Panamá con una pluma de gallina pintada de rojo y tirantes también rojos, sosteniendo su pantalón holgado. Invariablemente con "Nereidas", el danzón oaxaqueño, por el que había adoptado su sobrenombre, la orquesta cerraba su turno, y ellos nunca se lo perdían. 

A Nereida, las notas de la melodía le traían inexorables recuerdos. Estaba a punto de cumplir 60 años. Sin perder el paso recordó cuando, a los 29, salió de su natal Chiapas. Su esposo, un hombre mayor, temeroso de los vaivenes políticos y de seguridad en la región, por el levantamiento zapatista, decidió trasladar a su familia a la capital. Ahora, 29 años después, ella seguía amando el baile. Memorizó para siempre los pasos que su papá, emigrante cubano, le había enseñado desde niña, con música de marimba.

 

"Ella le dio una moneda y le apretó levemente el brazo. 'Ánimo', le dijo".

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