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Denarios: Me echo a andar...

computadora
Foto(s): Cortesía
Redacción

Rosario Sampablo

La luz del mediodía entra por la ventana, cae sobre las hojas blancas que acabo de imprimir. Llevo seis horas frente a la computadora y solo he redactado seis expedientes; me levanto para estirar las piernas y tomar una taza de café. ¡No puede ser!, tengo la bandeja del chat llena de mensajes, será mejor no mirar, dejo lejos el teléfono. Estoy a punto de retomar mi trabajo y suena el celular; responder o no responder, bueno, solo pueden ser dos personas: la directora, para recordarme que me espera a las seis con la documentación, o Antía, mi hija. Antía me pide que le lleve las miniaturas que olvidó bajo el sofá, de eso depende su calificación de final de semestre. Le digo que no tengo tiempo, que estoy repleta de trabajo y que debo terminar de redactar los expedientes, “bla, bla, bla, bla”.  

Imagino sus enormes ojos y no puedo con su desazón. Alguien vino a tirar un perro muerto justo frente a la casa, una visión que no puedo soportar. Los animales muertos me causan horror. Intento volver a la faena, pero imaginar el cadáver no me permite concentrarme en lo que tengo que escribir. Decido entonces tomar el paraguas y las miniaturas que mi hija dejó dentro del refrigerador; no, bajo el sofá. No puedo resistirme a esos grandes ojos.

Me echo a andar con el sol cayéndome sobre el rostro. Estoy segura de que mi hija me dijo que nos veríamos en el Centro de las Artes —aunque no recuerdo que me lo haya mencionado—; pero mis piernas me conducen, movidas por su propia voluntad. Siempre he confiado en la intuición, y en que uno va a donde mejor debe.

Pareciera que he llegado a una extensión de mi propia casa; busco a Antía con la mirada, estoy caminando bajo una llovizna fina; ¿es el Centro de Artes, la escuela de mi hija? Busco en los bolsillos de mi gabardina las miniaturas. Reconozco que es el momento del día en que el sol no termina de irse, pero la luna aún no aparece; aunque pensándolo con un poco de lógica, en los días nublados es más fácil perder la noción del tiempo.

Estoy caminando sobre piedras que brillan. Hay una sensación agradable en mis pies; a pesar del clima, no siento frío. Traigo una vieja sombrilla de muchos colores que el vientecillo empuja hacia arriba. Las canteras en las paredes del edificio son de un verde más intenso y húmedo. Está lloviznando, el cielo es claro, a pesar de algunas nubes que se agrupan. Me gusta este cielo.

Me echo a andar y el lugar parece convertirse en laberinto conforme avanzo; hay muchos edificios con enormes paredes de cristal que dejan ver todo lo que hay dentro. En su interior están iluminados por candiles de muchos tamaños que dan la misma luz ámbar.

Me encuentro con Luis y Alberto que me platican sobre su nuevo proyecto, algo sobre las sensaciones intensificadas y cómo caminar sin apoyar los pies en superficies planas. Yo saco de la bolsa de mi pantalón unas migajas de pan y les digo que traigo unas miniaturas que mi hija me pidió. 

Antía no aparece por ninguna parte; comienzo a gritar, pero no le llamo por su nombre. De pronto aparezco buscándola en algo que me dicen es un hangar; camino y camino, todo es de metal oxidado y entonces me doy cuenta de que llevo de la mano a mi hija que ahora tiene 3 años y unas pezuñas muy finitas.

 

"Me echo a andar y el lugar parece convertirse en laberinto conforme avanzo; hay muchos edificios con enormes paredes de cristal que dejan ver todo lo que hay dentro".

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