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Denarios: El tercio de leña

leña
Foto(s): Cortesía
Redacción

Filiberto Santiago Rodríguez

Entumecido por el frío, Odón caminó por el bosque, donde los fantasmas en forma de bolas de niebla salieron de la tierra. Su espalda se quebró ante el peso de un tercio de leña, al mismo tiempo que unas agujas de lágrimas con hielo le quemaron las costillas. Como un barco sin rumbo se dirigió a un agujero abierto en la roca donde dejó descansar sus huesos, como si quisiera guardar un secreto en el corazón de la montaña.

Desde que era un niño, vivió pegado a las faldas de su madre. Parecía un brote de hierba aferrado a la tierra buscando protección antes de crecer. “Eres un tonto que no aprende nada”, le decían sus compañeros en son de burla. A menudo pensaba que era cierto, pues a sus 19 años solo había aprendido a recoger leña. Desde que su padre desapareció, su madre vendía algo de comida para sobrevivir en el mar tempestuoso de la necesidad.

Se rumoraba que la montaña se encontraba encantada y que cuando sentía hambre, se tragaba un alma humana para alimentarse. Desde que era niño recordaba el drama de las desapariciones, que como rayos iluminaban al cielo y sacudían la tierra. Su padre también se fue como un duende entre el vaho de las verdes arboledas. Él presentía que su padre había sido un maná que ahora vivía en cada hoja, en cada tronco y en cada raíz de las plantas. Para entrar en forma segura a esa masa verdiazul, había que pedirle permiso a la montaña y además, como amuleto, se debían llevar botas forradas con piel de conejo blanco. Nadie sabía con certeza por qué el conejo servía de protección, pero era una costumbre. Tal vez a su padre se le había olvidado pedir permiso o llevar su amuleto. A veces, Odón se resistía a ir por leña, pues sentía temor de no regresar.

En algunas noches, Odón soñaba que su papá no estaba muerto. Lo miraba caminando en un ambiente brumoso con su hacha al hombro, como si fuera un guerrero con su espada, listo para luchar contra la naturaleza. Un grueso y deshilachado abrigo lo cubría del frío, un sombrero de ala ancha dejaba adivinar unos ojos ahuecados y unas botas, que le llegaban casi a las rodillas, iban dejando sus huellas lodosas sobre el suelo mojado. Él trataba de alcanzarlo para preguntarle por qué los había abandonado; entonces el padre le daba la espalda y se alejaba para fundirse suavemente con la niebla hasta desaparecer.

En ocasiones prendía el fogón ubicado en una esquina del cuarto donde se la pasaba cocinando el maíz del nixtamal. Sentía fascinación al ver cómo la gota de lumbre de un cerillo, era suficiente para prender todos los troncos que colocaba debajo del comal, y por un rato su mirada se perdía en las brasas que, como ojos de fuego, lo fisgoneaban desde las profundidades del brasero.  A veces toda su persona parecía un libro con las páginas vacías.

Una mañana, la madre de Odón le pidió subir a la serranía por un poco de troncos para hacer leña, pues se acercaba el invierno y había que aprovisionarse del calor de la madera. “Pides licencia antes de subir para que no te pierdas”, le gritó.

(Continuará el próximo sábado).

 

"En algunas noches, Odón soñaba que su papá no estaba muerto".

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