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Denarios: El sueño de los elefantes

Foto(s): Cortesía
Redacción

Filiberto Santiago Rodríguez

Cuando los rayos del sol se encontraban coloreando de naranja el cielo, la inocencia y la infancia se unieron a la ternura de un regalo muy especial. Aquella mañana del 2006, la despertaron los besos de sus padres que eran suaves como un pincel que pinta la más delicada de las acuarelas. Ahí estaba una caja adornada con un moño rosa parecido a una cereza gigante sobre un pastel. Feliciana cumplía 8 años y su corazón latía con fuerza mientras deshacía los listones de la caja, como si liberara a un pájaro de su jaula.

—Feliz cumpleaños, Feliciana─ dijeron, para enseguida, cantarle las mañanitas con sus gargantas llorando de emoción.

Al abrir la caja, se encontró con algo que ella definió como “un tesoro”. Enrollado en papeles de china rojos, azules, amarillos y verdes se encontraba un elefante de cerámica, pequeño y frágil. Como un recién nacido, la miraba con sus ojos pintados de negro. Al abrazarlo, repetía una y otra vez, que era el regalo más hermoso que había recibido en su vida. Su padre le aconsejó que lo guardara siempre, pues sería fuente de felicidad y buena suerte. Las palabras salían de su boca, como los de un anciano sabio, lleno de conocimientos y sabiduría.

Su padre era bueno, había encontrado en la vida el amor de una esposa y el cariño de su hija. Era un hombre de fe, pues creía en la magia de las pequeñas cosas y en el poder de los símbolos. Estaba convencido de que todo lo que tenía, era gracias a su buena estrella.

Cada año, Feliciana esperaba ilusionada su cumpleaños. “Ya falta un mes”, se repetía, en quince días vendrán a felicitarme, pensaba; en una semana recibiré mis regalos, soñaba. Mañana, papá me entregará mi caja con su gran moño, como todos los años, suspiraba. El obsequio de su padre era el último que abría. Al descubrir que era otro elefante de diferente color, material y textura, empezaba a llorar y su padre corría a abrazarla. Le decía que ese elefante era un pedacito más de felicidad y buena suerte, mientras le apretaba las manos con fuerza y secaba sus lágrimas.

Cuando, al ritmo de una canción, los ojos de 19 años de Feliciana se encontraron con los de Leoncio en una pista de baile, vio algo especial en él. Su nombre resonó en su mente, como el dulce maullido de un gato. El amor floreció rápidamente y decidieron vivir juntos.

Un año después nació Leonardo, un hermoso bebé con unos ojos que parecían mitad felinos y mitad japoneses, heredando esa mirada única de su padre Leoncio que, desde entonces, se esmeró en cumplirle todos sus deseos al niño. Era como un sirviente que siempre tenía a la mano una bandeja llena de golosinas para su pequeño, haciendo que su amor por él creciera cada día más.

A medida que Leonardo fue haciéndose mayor, la devoción hacia su padre se hizo más resistente. Se volvieron inseparables, lo que hizo que poco a poco se alejara de su madre. Feliciana notó pequeños cambios en la actitud de su hijo, e intuyó que algo andaba mal. Una tristeza profunda se apoderó de su corazón al percatarse de que su esposo le era infiel. Lo peor de todo era sospechar que, en esas citas clandestinas, su propio hijo estaba presente. Una noche, Leoncio y Leonardo abandonaron la casa para siempre, arropados por la luna en cuarto menguante.

Continuará el sábado.

“Cada año esperaba ilusionada su cumpleaños. ‘Ya falta un mes’, se repetía”.

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