-¡No me llame hijo! ¡No soy creyente! Debemos unirnos para cruzar, pero en cuanto lo logremos, seguiremos cada cual su camino. y no me importa lo que cargue o deje de cargar. ¡Por mí me da igual si va a Santiago o la tumba de Cristo o al nuevo mundo! Solo nos une la casualidad.
-Tal vez hay más que mera casualidad, hijo. ¡Dios nos marca el camino! Y ahora nos junta en el mismo, así que, sería mejor sentarnos a descansar y pensar cómo unir fuerzas para cruzar a salvo este obstáculo.
-¡Está muy revuelto! -dijo el hombre, mirando la fuerza del río-; deberemos esperar hasta mañana que baje un poco la corriente, mientras, buscaré madera y algo para comer. ¿Acaso trae algo para comer, viejo?
-Una hogaza de pan y un trozo pequeño de queso- dijo el monje.
-Bien, iré por un poco de madera para hacer una fogata y ahuyentar a los animales por la noche.
El monje sacó de su zurrón el frugal “tesoro” y oró con fervor.
Poco después, el hombre regresó con algunos trozos de leña y se dispuso a encender una hoguera.
-¡Señor, bendice a estos tus hijos y a este alimento!- rezó el monje mientras bendecía la comida.
-¡Dios no bendice a los pobres!- exclamó el hombre.
-¡Dios bendice a todos sus hijos! Aunque cada uno de ellos siga caminos diferentes o… ¡lo persigan!
-¡Pues muchos de esos hijos suyos, son unos malditos!, que viven la vida plena de lujos y placeres, mientras la gran mayoría morimos de hambre y necesidades.
-Cada uno de nosotros traza su camino. ¡No culpes a Dios!
-¡Déjeme en paz!, no estoy para sermones, hace mucho que los tiré a la basura.
El hombre sacó de su bolsa unas ramas de té y las ofreció al clérigo; permanecieron largo rato sin mediar palabra, mientras el té entraba en efervescencia. Después…
-¿Por qué te siguen, hijo?
-No tengo por qué decirlo, pero da igual. ¡Me acusan de haber robado al conde de mi villa cien monedas de plata!
- ¿Y es verdad?
Después de un breve silencio…
Continuará el próximo lunes…