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Cuentos del Doctor Lector; sesenta y cinco

hospital
Foto(s): Cortesía
Redacción

Fanny Mijangos Cortázar

Cuatro de la tarde.

Era inevitable ver el enorme reloj en la sala de espera de aquel hospital. El coronel Montemayor, retirado de la milicia después de servir por 30 años al país, observaba detenidamente decenas de ojos que se asomaban resignados sobre una enorme línea de mascarillas azules.

Su respiración era cada vez más difícil; igual que en las tardes que tuvo que subir montañas en busca de narcotraficantes escondidos en los bosques. Su ropa mojada por la transpiración, se adhería tenazmente a su cuerpo, recordándole los embates de los huracanes que tuvo que sortear ayudando a damnificados. 

Sentía una opresión en el pecho, una infame mezcla de gravedad y desconsuelo por la soledad obligada debido a las circunstancias. Su corazón latía con la fuerza de un militar de su rango, como si buscara una salida. Siempre supo que no le pertenecía.

Y ahí sentado, con la cabeza en alto, sentía que estaba en espera de ingresar a una corte marcial en donde se declararía inocente. Lucía con tanta dignidad la ropa de dormir que llevaba puesta como su uniforme más preciado.

Recordaba con claridad las noticias que vio en la televisión esa mañana mientras tomaba con dificultad un poco de té caliente: “El Consejo General de Salud, emitió el código de Ética que regirá la toma de decisiones para atender a los pacientes de Covid-19 en caso de que los servicios de salud lleguen a ser insuficientes”, decía el reportero. 

Él escuchó con toda la atención posible, mientras su esposa acomodaba su almohada y lo arropaba. Ella, sus hijos y su patria eran lo más amado en su vida. “De tener una sola cama disponible o un solo respirador, se dará prioridad a los trabadores de la salud…” Tuvo un fuerte acceso de tos que cortó su respiración por un momento y siguió escuchando: “en segundo término, tendrán prioridad las personas menores de 65 años...” su respiración se agitó de nuevo. ¿Por qué? preguntó mirando a su esposa. En ese momento, no entendía, tampoco podía pensar con claridad, el virus había invadido su sangre, su tranquilidad, su vida, sin respetar insignias ni menciones de honor.

Su atención regresó a la sala de espera para ver el reloj:

Cinco de la tarde.

Lentamente, cada uno de los pacientes pasaba para ser atendido. "¡La sala de Urgencias al 80 por ciento!" decían las trabajadoras sociales que salían para contar de nuevo a las personas pendientes.

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