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Fragmento de “El bastardo”, de Azarel Doroteo Pacheco

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Foto(s): Cortesía
Redacción

Azarel Doroteo Pacheco / Ilustraciones: Julián Cicero

 

Tras el féretro caminan más de doscientas personas: un número considerable para el tamaño del pueblo. La banda de música toca una marcha fúnebre como un lamento interminable. Unos metros detrás del grupo, de pantalón negro y camisa vino, despeinado y con huellas de cansancio en el rostro, un hombre camina cabizbajo tratando de recordar un soneto alusivo a la muerte. Recuerda algunos fragmentos, la rima y parte de la estructura, pero ha olvidado palabras clave y, cuando se desespera, mezcla versos de manera aleatoria. Ese hombre es tu padre; la persona en el ataúd, a la que llevan al cementerio después de la misa de difunto, fue su padre.

El nombre de tu abuelo era Jaime. Jaime Granados. El apellido te importa, aunque por razones distintas al resto de la gente. En su tiempo, ningún otro apellido fue tan conocido y respetado en toda la región. Te lo dijo muchas veces cuando eras aún un niño y lo visitabas acompañado de tu padre –el que ahora confunde versos de poemas distintos– y te sentabas en sus piernas a escuchar sus historias. Eran otros tiempos. Tal vez los tiempos más felices en esta relación de tres que hoy se interrumpe para siempre pero que hace mucho estaba detenida. Ya mayor, también ibas a verlo cuando llegabas al pueblo de vacaciones, solo. “Eres un Granados”, te decía. “Granados”, piensas, y llega a tu memoria el ademán triste de tu abuelo cuando presumía su apellido y acto seguido recordaba que eras tú el que estaba ahí, escuchándolo hablar.

Aún no llega el crepúsculo pero el cerro, reverdecido por una temporada de lluvias intensas, oculta la luz directa del sol y tiende sobre el pueblo una sombra suave, como ligera mortaja. Quisieras una imagen nítida de tu abuelo pero el aroma del estoraque te dispara recuerdos por fragmentos, difíciles de asir. Recuerdas con más facilidad las imágenes que nunca viste pero que tu mente recreó de niño, cuando tu abuelo te contaba la historia de su vida, los caminos que recorría, las personas que conocía y los problemas de los que, invariablemente, salía victorioso.

—Era un tigre enorme.

—¡Guau! ¿Y qué hizo usted, abuelo?

—Me le quedé viendo fijamente.

—¿Y qué pasó?

—Le dio tanto miedo que retrocedió.

—¿Y de verdad era enorme?

—Claro que sí. Los leones son como de este tamaño, pero éste era más grande todavía.

—¿No era un tigre?

—Un tigre o un león, no recuerdo bien.

—¡Guaaauuu!

Dos señoras se cruzan en tu camino. Una lleva un rebozo gris y la otra una pañoleta negra con listones rojos en el contorno. Las saludas con una inclinación de cabeza y aprietas los labios en una mueca que podría ser una sonrisa triste. Te parecen conocidas pero no las recuerdas con precisión. Hace tanto que no visitas el pueblo que todo te parece familiar y lejano a la vez. Cuando se alejan, escuchas a una de ellas decir:

—Es Toño, el hijo de Hilario.

La otra responde con una exclamación y algo que no alcanzas a escuchar porque el viento ha dispersado sus voces, confundiéndolas con las voces agudas de las rezadoras que intervienen cuando la música se pausa.

Hilario es tu padre. Hilario avanza cabizbajo detrás de la gente. Hilario se ha dado por vencido con el soneto y ahora piensa en que hace tiempo que no escuchaba estas marchas fúnebres porque, al igual que tú, hace mucho que no pisaba el pueblo en que nació y en el que ahora entierran a su padre.

Por un momento piensas en acercarte a él. Saludarlo. Darle el pésame. Buscas su mirada un par de veces pero, absorto en sus cavilaciones, no voltea hacia donde estás. Hace tiempo que no voltea hacia ti. Hace años que su distanciamiento los ha llevado por caminos tan separados que ni las palabras ni las miradas se han cruzado.

Tus padres se divorciaron cuando tenías once años. Tú te fuiste a vivir con tu madre y la distancia con tu padre se fue haciendo cada vez más grande. Coincidieron después en algunas vacaciones pero, aunque lo saludabas con respeto, en su respuesta percibías tal frialdad que te fuiste alejando poco a poco hasta no acercarte más. Tu madre te aconsejó no desprenderte de él, pero no estabas dispuesto a soportar ese trato. Conforme fuiste creciendo, dejaste de encontrarlo en tus vacaciones cada vez más esporádicas al pueblo. Ese distanciamiento ha durado, al día de hoy, más de quince años.

El cortejo llega hasta el jardín de niños recién construido y más adelante sube la cuesta del amate, a un costado del arroyo. Frente al enorme árbol hay una cruz de madera enterrada en el suelo; piedras blancas se abrazan a su base. Es una cruz pequeña que acusa el paso del tiempo y la humedad. Detienen ahí el ataúd por unos minutos. En el responso, los rezos y la música se complementan, se superponen en un diálogo de lenguas afines y perfectas. Como si la música continuara las letanías que el rezador deja inconclusas; como si los rezos completaran la melodía que ha quedado en suspenso.

 

 

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