Raúl Héctor Campa García Última de seis partes
Se dirigió a la recámara de su padre, que estaba en la planta baja; pensó que, debido a la somnolencia de su madre, se había equivocado al dirigir el dedo hacia la planta alta. Abrió despacio la recámara, percibió un olor a viejo, sintió el fino polvo acumulado. Trató de encender la luz del cuarto, no había luz, se acercó a la cama, y a través de la penumbra, observó que estaba impecablemente tendida, todo en orden, no encontró en ella a su padre.
–Papá, papá– lo llamó varias veces, se dirigió al baño, pensó encontrarlo allí. Nadie respondió.
Regresó a la sala con una exacerbada palidez en el rostro; un sudor frío le escurría; miró a su madre que le sonreía tiernamente ofreciéndole sus brazos.
–Madre, mamá, ¿dónde está mi padre?
–Ven, hijo mío, yo te llevaré a sus brazos.
Él extendió sus manos para ir al encuentro de su madre: repentinamente sintió un fuerte dolor que le oprimió el tórax; la frialdad recorrió todo su cuerpo, cayó a un lado del sillón, donde su madre lo esperaba con el amor de siempre; sólo alcanzó a extender uno de sus brazos intentando asirse a su amorosa mano. Al final balbuceó, con trémula voz
–Perdón... ma.
Al siguiente día, muy temprano, el vecino iniciaba la rutina que había prometido al viejo matrimonio; hacía varios años que barría la banqueta, regaba y podaba las plantas del jardín externo de aquella casa abandonada, donde los dos ancianos antes de morir le habían encargado esa tarea en espera de su hijo. Hijo que pronto regresaría de un largo y penoso viaje.
El padre había muerto al mes de que Macario abandonó la ciudad y la madre hacía unas semanas que había fallecido en un solitario cuarto de hospital.
Nunca perdieron la esperanza del regreso del hijo pródigo.
