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Quiahije: el regreso migrante antes de morir

Foto(s): Cortesía
Redacción

LA CIENEGUILLA, SAN JUAN QUIAHIJE, Oaxaca.- Casi cada año se cavan tres, cuatro y hasta cinco tumbas en el panteón de este lugar para sepultar a los migrantes fallecidos en los Estados Unidos porque no todos los sueños por alcanzar tienen un final feliz.


Es el precio que pagan los indígenas chatinos de esta comunidad al dejar la tierra para huir de la miseria en estas tierras. “Este fue uno de los primeros que murieron”, cuenta un hombre y señala la tumba. “Estos son dos primos que fallecieron juntos” o “Esta es la primera mujer que se murió allá”, tercian otros.


Quienes se han ido están presentes en todos por las historias que han rodeado su deceso, principalmente en accidentes de tráfico en las grandes free way o autopistas estadunidenses o por enfermedades, muchas veces aquí desconocidas. Algunos, han regresado solamente al pueblo nada más para morir.


En sus tumbas, los familiares de los fallecidos, la mayoría de menos de 30 años, han asentado en las lápidas hasta el lugar del fallecimiento, además de las inscripciones habituales.


“Florencio Peña Cruz, 6 de mayo de 1975, 31 de julio de 1997, Kansas City, USA”, se lee en la losa del primer migrante muerto en los Estados Unidos.



Y como las tragedias a veces han sido compartidas, las familias ofrecen su espíritu de cooperación mediante el tequio para cavar la tumba, como cuando se ayuda a levantar una casa.


Regreso para bien morir


Las campanas doblan nuevamente a duelo por la muerte de otro migrante que alcanzó apenas a regresar para morir. La causa, nadie la sabe, ni su mamá, abuela, abuelo o bisabuelo, sólo saben que fue por enfermedad.


En la vela del fallecido, Esteban Vásquez Santos, un joven de apenas 18 años de edad, en un cuarto que sirve de recámara, de cocina, de comedor y demás, el bisabuelo, un anciano, permaneció de pie y sollozando, de luto y llorando, durante varias horas ante el féretro, entre oraciones en castellano y expresiones en castellano de los dolientes.


El padrino de bautizo, Eleuterio Jarquín Cruz, es el único que puede relatar algo sobre el difunto, quien no tenía ni un mes de haber regresado, porque la desdicha embarga a toda la familia.


“Se fue dos años; regresó apenas en diciembre (del año pasado), después de Navidad, pero luego empezó a enfermar. Su mamá lo llevó a Juquila y después (a la ciudad de) Oaxaca, pero le dijeron que no tenía ninguna enfermedad; dice su mamá que sufría de la respiración, que ya no podía respirar y murió. Cuando uno va para allá, lo que piensa nada más es en trabajar y ganar dinero; a veces sale un nuevo ‘bisne’ (trabajo o negocio) y uno no klo piensa con tal de ganar dinero para la familia, pero después llegan las enfermedades. Y cuando uno regresa, la familia no sabe que está pasando con uno”.


La tragedia viaja encajuelada


“En septiembre de 1996, por un asunto familiar, me fui obligadamente de la comunidad. Me fui con mi hermano, Martín Cruz Baltazar; un primo, Rodrigo Zurita Cruz y su cuñado Florencio Peña Cruz. Viajamos en autobús de aquí a la Ciudad de México y de ahí a Ixmiquilpan, Hidalgo, para reunirnos con el pollero que se llamaba Germán. Regresamos a la Ciudad de México, para después salir a Agua Prieta, Sonora. Después de cuatro días llegamos a Phoenix, Arizona; íbamos los cuatro en la cajuela de un coche, bien amontonados, con mucho sufrimiento. Llegamos a una casa particular, donde había otros 30 migrantes, algunos eran de Oaxaca. A los cuatro días, nos subimos a una camioneta cerrada y luego de otros cuatro días, llegamos a Clearwater, Florida; viajábamos sentados, pero no podíamos bajarnos ni alimentarnos mucho para no ir al baño. Todavía podíamos contarnos; éramos como 12 paisanos que estábamos en los Estados Unidos. En Clearwater, un conocido del pollero nos consiguió chamba; trabajé en un restaurante de gringos, era lavaplatos. Trabajaba 40 horas a la semana, me pagaban seis dólares por hora. Lo poquito que ganaba lo utilizaba para pagar la renta, comprar alimentos; lo demás mandaba a mi familia, como 200 o 250 dólares. Para buscar un mejor salario, conseguimos otro trabajo en la construcción con otro patrón gringo, que nos llevaba a otras ciudades, como Kansas City (Missouri); fuimos casi dos meses a trabajar a una zona militar y de ahí nos regresamos.


Esperando encontrar otro trabajo, después de ocho o 15 días sin hacer nada, salió de repente la oportunidad en ese mismo lugar, pero mi hermano y yo, dijimos ‘ya no vamos, está muy lejos y sale igual hasta allá que buscar trabajo aquí’.


Mi sobrino Rodrigo y su cuñado Florencio, se fueron a trabajar, pero al regresar desafortunadamente tuvieron un accidente en la free way; el chofer de la camioneta, que jalaba un remolque, iba a tanta velocidad que se volteó y ahí murió Florencio, que apenas tenía 26 o 27 años. Ya no lo pudimos ver porque fue trasladado directamente hasta acá; aquí dejó esposa y un hijo, aunque después también se fueron a los Estados Unidos”, relata Alejandro Genaro Cruz Baltazar, profesor jubilado de educación indígena, después de 30 años de servicio.



Entre la migra y el crimen organizado


“Me llamo Leobardo Méndez Zurita, tengo 35 años; estuve en Carolina del Norte de 2003 a 2010. Trabajé, primero como lavaplatos en un restaurante chino, después como cortador de verduras y como cocinero, hasta el 12 de marzo de 2010 que me detuvieron y después me deportaron. Iba manejando mi coche, que me había costado cinco mil dólares, pero como no tenía licencia me agarraron en una redada; el gobierno de Estados Unidos se quedó con mis documentos, mi coche, la televisión, el refrigerador, la sala, el comedor y todo lo que necesitaba porque no hay nadie quien recoja esas cosas.


Me sentí un poco decepcionado, pero trabajé bien y pude mandar dinero para acá; mis papás hicieron mi casa y con lo que me quedó, alrededor de 700 mil pesos, estoy haciendo un pequeño negocio. Me da ganas de regresar, pero si no te agarra la ‘migra’ te agarra el crimen organizado al pasar y ahora ya me casé y tengo dos hijos”.

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