Lucía y Matilde viven en casas contiguas y pequeñas en el centro de la ciudad. Se conocieron hace muchos años, cuando aún vivía el esposo de Lucía; se hicieron comadres al bautizar a uno de los hijos de Matilde.
Matilde, cercana a los 72 años, mujer emprendedora, y siempre optimista, vive con su esposo Leonel, trabajador en un taller mecánico. Tienen tres hijos, pero cada uno de ellos formó ya su familia y dejaron la casa. Matilde, para completar el gasto, borda servilletas y manteles que vende en el mercado; su marido -como ella comenta-, nunca lleva dinero a casa y siempre llega “mareado” a causa del alcohol, por eso sus hijos apoyan a su mamá, en todo lo que pueden.
Lucía, después de la muerte de su esposo y al no tener hijos, inició un pequeño negocio de comida, que atiende en su casa y que le permite distraerse y satisfacer sus necesidades. Ahora vive sola, pero siempre está alegre.
Un día, mientras Lucía atendía a los clientes, escuchó una voz que le decía:
-Buenos días comadre, por favor dígame groserías.
Lucía se volvió sorprendida y a su vez, preguntó:
-¿Cómo? Que quiere que le diga, ¿qué?
-Groserías, comadre. Groserías.
-A ver, comadre, venga para acá, siéntese y explíqueme por favor, ¿qué desea?
-Comadre, ya estoy harta de escuchar en mi casa que se arrastren cadenas, muevan sillas, abran y cierren puertas; bueno, hasta veo sombras y luces. Ya no lo soporto. Las “penas” no me dejan vivir en paz.
-Bueno comadre, ¿eso qué tiene que ver con las groserías?
Matilde, con enojo, le cuenta a Lucía todo lo que ha hecho hasta el día de hoy, para que las “penas” abandonen su casa: ha ofrecido misas, llevado a sacerdotes para que la bendigan y nada. Siempre es lo mismo, ni siquiera en el día puede estar tranquila, ya no se asusta, pero quisiera dejar de oírlas y verlas, para disfrutar de su casa.
Hace unos días, le comentó a una amiga su desgracia, y ella le dijo que la solución era muy sencilla: cuando oyera o viera algo, inmediatamente soltara el mayor número de groserías posible, esto enojaría mucho a las “penas” y se irían.
-Usted sabe comadre, que no digo groserías y las que me sé son muy simples, no asustarían a nadie. Necesito unas fuertes, muy fuertes, así que pensé que usted me podría ayudar.
Lucía sonríe y para calmarla, le dijo:
-Yo tampoco sé muchas, pero veremos qué se puede hacer.
Finalmente, después de un rato de trabajo en equipo, Matilde regresó a su casa con una gran lista de leperadas y se puso a memorizarlas. Una vez que se presentó la oportunidad, comenzó a decirlas lo más fuerte que pudo y con el mayor enojo posible.
Al día siguiente, muy emocionada, visitó a su comadre para comentarle que el remedio no funcionó, pero sí. Lucía le dice que le explique cómo estaba eso.
Ella sonriendo, le contó:
-Comadre, el remedio no funcionó, pero hubiera usted visto la cara de su compadre cuando vio y escuchó todo lo que dije, se puso pálido y temblaba como gelatina. Hasta dijo: “Ya no voy a tomar, ya no voy a tomar”, así que ahora le agradeceré a las “penas” su ayuda y les pediré que no se vayan.
“Usted sabe comadre que no digo groserías y las que me sé son muy simples, no asustarían a nadie”.