Primera de cinco partes / Mónica Ortiz Sampablo
No conocía el mar, excepto por las fotografías de algunos libros que mi abuelo Giuseppe me mostraba cuando pasábamos tiempo juntos; “tardes de Turner” les llamábamos, ya que después de la comida y antes de su siesta me llevaba a la biblioteca; en la gran mesa de cedro colocaba el libro.
—¿Qué quiere ver hoy hijita?— me preguntaba.
—El mar, abuelo, el mar— le respondía con impaciencia.
Entonces comenzaba a narrarme cada pintura de Turner, tomaba mi mano y con el dedo índice me hacía recorrer la trayectoria de las olas, podía sentir el vértigo al imaginarme dentro de ellas.
Me contó que a Turner le encantaba pintar el mar, era dueño un gran talento y sensibilidad, fue capaz de hacerse atar al mástil de un barco para compenetrarse con una tormenta y convertir aquella experiencia en un cuadro. “El último viaje del Temerario” es un cuadro que me transmitía calma, en contraste con “El naufragio” o “Tormenta de nieve” en el que el mar agitado, el humo de las máquinas de la nave y la nieve se mezclan provocando miedo y angustia. No conocía el mar, pero añoraba conocerlo.
Serían las nueve de la mañana; justo antes del desayuno, mamá y Luciano me dieron la sorpresa, tenían tres boletos para viajar: iríamos a la playa. No sé qué vieron en mi cara, pero sus sonrisas quedaron congeladas y después, mamá me dijo:
–Si quieres, los cambiamos para ir a la montaña o a otro lado que prefieras.
-No, mamá; quiero conocer el mar, quiero saber cómo es la lluvia que cae en la playa, a qué sabe una ola, quiero ver si las pinturas de Turner se parecen a la realidad de las aguas que hay en el océano, y también me gustará conocer las historias de las profundidades marinas, y si pudiera encontrar algunas criaturas, sería genial.
Mamá miró a Luciano, quien dijo que cada noche haríamos una fogata en la playa y juntos descubriríamos los misterios del mar profundo.
Continuará el próximo miércoles…
